José Luis Zubizarreta
(Artículo remitido pòr su autor)
Los humanos, al constituirse en sociedades diferenciadas, desarrollaron ritos que servían para múltiples funciones. Valían bien para afirmar la propia identidad, bien para fortalecer la cohesión interna, bien para subrayar las jerarquías sociales, bien para lamentar en común las desgracias o los desastres. Todo hecho importante, alegre o luctuoso, tenía un rito propio que lo celebraba o conmemoraba. La muerte, por ejemplo, desarrolló en torno a sí múltiples rituales que servían tanto para encauzar el llanto de los afines como para dispensar a éstos el consuelo de la comunidad. Su respectiva funcionalidad es la que ha hecho que unos hayan pervivido y otros decaído.
Una de las notas esenciales del rito es su carácter pautado. Nada se improvisa. Todo sigue, por el contrario, una secuencia fija, rutinaria, de actos y palabras, que no da lugar ni a personalismos ni a improvisaciones. En el rito, cada comunidad ha fijado el modo como deben hacerse las cosas. Se llora, se canta, se habla o se baila de una manera preestablecida, estereotipada, y ningún miembro del grupo osa desmarcarse de ella. En esa rutina consiste precisamente la capacidad que el rito tiene para cumplir la función social que se le ha encomendado. El rito expresa ese denominador común de manifestaciones emocionales fuera del cual la comunidad no se siente representada. Lo que se hace al margen de la pauta ritual se considera una extravagancia y perturba el cumplimiento de la función asignada. Citemos sólo un ejemplo. ¡Cuántas veces la función tranquilizadora y consoladora que debe cumplir la liturgia en nuestros funerales se va al traste por el mal uso del único elemento que en ella hay de personalismo y de improvisación: la homilía del oficiante!
El pasado jueves, en la Casa de Juntas de Gernika, se ofició uno de estos ritos comunitarios. Siguiendo una tradición de apariencia milenaria, aunque de vida real ni siquiera secular, el nuevo lehendakari, Patxi López, tomó posesión de su cargo y prometió su leal desempeño. Fue un rito sobrio y solemne. Resultó eficaz para cumplir dos de las principales funciones que desde su origen tiene asignadas: afirmar la identidad de la comunidad y fortalecer su cohesión. El lugar en que se celebró y la representación política y social que lo arropó contribuyeron a alcanzar tal eficacia. Pero, en el convulso momento que nuestra sociedad atraviesa, el rito sirvió también para cumplir otra función, que, aun cuando no le estuviera asignada en su origen, se había hecho en extremo oportuna. Me refiero al apaciguamiento de los ánimos de quienes asistieron al acto. Me explico.
Quien presenciara el pasado martes el desarrollo del debate de investidura no habría podido imaginarse que su trasposición ritual al acto del jueves en Gernika fuera a desarrollarse por cauces tan distintos. El fondo de ambos acontecimientos era el mismo: la designación de un nuevo lehendakari. Pero las agrias palabras del martes se convirtieron el jueves en respetuosos silencios. El rito, es decir, el proceder pautado de los actores, la ausencia de improvisaciones y personalismos, fue la causa exclusiva del cambio. Para evitar caer en estos últimos, hasta el protagonista del rito renunció a pronunciar las palabras que le estaban permitidas, y se limitó a poner voz a las palabras de dos poetas de su libre elección. Hizo bien. La eventual permanencia entre los presentes del ambiente de acritud que se había vivido dos días antes en el Parlamento podía hacer temer que cualquier palabra emitida al margen del rito resultara improcedente.
Podría decirse, por tanto, que no hubo en esta ocasión oficiante inoportuno que pronunciara su personal homilía improvisada. Los cambios que se introdujeron en el rito, digamos, por ejemplo, las modernas harmonizaciones del Gernikako Arbola o del Agur Jaunak, así como las variaciones introducidas en la fórmula del juramento o de la promesa, gustaran más o menos a unos u otros, no tuvieron entidad suficiente como para mermar la eficacia del acto. Los retoques del ritual son tolerables cuando no son arbitrarios y resultan entendibles. Y, en este caso, lo fueron. El ambiente resultante fue de armonía, de sosiego y de respeto. Quizá la única nota discordante fuera el silencio unánime -la inhibición en el aplauso- con que los grupos de la oposición, con la digna excepción de algún representante institucional, acogieron al principal oficiante. Pero no fue tan ostentosa como para perturbar la solemnidad del acto. No pasó de ser una extravagancia que dice más de quien la comete que de quien pretendía ser el objeto de la ofensa.
Mañana, las aguas volverá a su cauce habitual. Los ritos son sólo una tregua en el devenir del día a día. Pero cumplen su función. Sirven para recordarnos que, bajo la crispación que crea la diferencia de ideas e intereses, hay una comunidad de sentimientos en que todos nos encontramos. No es poco.
José Luis Zubizarreta
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sábado, 9 de mayo de 2009
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