miércoles, 6 de mayo de 2009

La parábola del escolapio que se encontró en sueños con José Pardo Sastrón

Ramón Mur


El sacerdote escolapio José Pascual Burgues, natural de Torrecilla de Alcañiz, pronunció el viernes 1 de mayo la conferencia que se le había encargado sobre “José Pardo Sastrón y la religiosidad popular de Torrecilla de Alcañiz”. Se trata de un tema que él había desarrollado ya en un libro publicado en 1989 por el Instituto de Estudios Turolenses.

Sin embargo, para la ocasión del pasado 1 de mayo, Burgués escogió una fórmula novedosa de desarrollar la conferencia que se le había encargado. El público, que llenó el salón sociocultural de Torrecilla, escuchó y asistió, entre atónito y agradablemente sorprendido, a una conversación de más de una hora entre el botánico y el cura escolapio, ambos torrecillanos. El público les escuchó y les contempló puesto que el conferenciante proyectó en pantalla un montaje de fotografías en las que el botánico y el religioso de las Escuelas Pías aparecían de conversación tirada. Fue, de verdad, una jornada inolvidable y la original intervención de José Pascual Burgues resultó tan novedosa como rompedora, de manera que no dejó indiferente a nadie, ni a quienes les gustó su exposición ni a los que les desagradó hasta el punto de parecerles un tanto escandalosa.

Pero puesto que lo mejor es conocer de primera mano aquello de lo que les escribo aquí, reproduzco a continuación el texto íntegro del diálogo público que el botánico mantuvo con el cura, amablemente remitido por su autor para los lectores del blog Entre Páginas.



Don José Pardo Sastrón y la Religiosidad Popular
en Torrecilla de Alcañiz


José P. Burgués
1 de mayo 2009



Creedlo o no le creáis, pero hace unos días se me apareció en un sueño don José Pardo Sastrón. Al acostarme andaba yo preocupado pensando qué podría deciros que no sepáis ya para cumplir con el compromiso que adquirí con los organizadores de este homenaje a nuestro paisano y entonces en plena noche se me presentó él mismo.

El caso es que soñé que estaba yo paseando por el Calvario, y entonces, en una vuelta del camino, vi a don José que caminaba, despacio, en dirección mía, con un jacinto en la mano. Lo normal es que me hubiera asustado pensando que era un fantasma, pero como yo sabía que era un buen hombre, y lo conocí en seguida, con su frente amplia, sus ojos agudos y su nariz aguileña, y su traje de pana buena, mi reacción fue de sorpresa, y no de temor.
- ¡Hombre, don José, buenos días!
Le dije, porque era por la mañana.
- Buenos días, padre.
Me respondió él.
- Si quiere puede dejar lo de “padre”, y así hablaremos con más confianza.
- Ni hablar, a un sacerdote religioso yo siempre le trataré de padre.
- Bueno, pues entonces yo le trataré a usted de don.
- Como quiera.
Y tras este saludo comenzó una charla de las más extrañas e interesantes que yo he tenido en mi vida. Tanto me impresionó lo que me dijo que fui capaz de recordarlo todo palabra por palabra cuando me desperté, y lo puse por escrito. Y esto es lo que voy a leeros, si tenéis paciencia para escucharlo.
- Bueno, ¿y a qué debo el honor de su visita, o, más bien, de su aparición?
Le pregunté. Él me dijo:
- Pues ya ve usted, padre. Al cumplirse el centenario de nuestra muerte allá arriba nos dejan ir a dar una vuelta para charlar con quien queramos. Así que yo, que sabía que andaba usted buscando ideas para una charla, me dije: iré a hablar con el padre José.
- Hombre, pues le agradezco el detalle, don José. Precisamente tengo mucho interés en saber lo que piensa usted sobre algunos asuntos, así que si no le parece mal, le haré algunas preguntas.
- Faltaría más. Pregunte lo que quiera, que si sé la respuesta le diré lo que quiera saber. A eso he venido.
Fijaos qué oportunidad más buena para enterarse de cosas secretas del pasado o de por allá arriba. Pero yo no quería abusar y que don José se enfadara, así que no quise hacerle preguntas extrañas. Además me temía que en cualquier momento o se iría él, o me despertaría yo, así que fui al grano.
- Pues mire usted, don José. Hay una pregunta que me parece obligada para empezar nuestra conversación: ¿cómo le parece que van las cosas en Torrecilla un siglo después de su muerte?
- Pues mire, padre, le seré sincero. Hay algunas cosas que me parece que van muy bien, y otras que me parece que van menos bien.
- ¿Y cuáles son las unas y las otras?
- Entre lo bueno, le diré que estoy admirado de ver la atención que han prestado los torrecillanos a mis humildes esfuerzos como botánico. Yo ya esperaba que la Flora de Aragón que hice con Loscos iba a tener éxito. Algo esperaba también, aunque a un nivel más modesto, del libro de las Plantas de Torrecilla. Lo que no me esperaba es que hasta mis Diarios iban a llamar la atención y ser objeto de tesis doctorales e incluso serían publicados. Yo escribía cosas para mí mismo, para acordarme… Nunca me imaginé que esas notas iban a interesar a nadie.
- Oiga, es que escribe usted con detalle todo lo que pasa.
- Claro, es la ventaja de quien está acostumbrado a fijarse en las cosas y anda siempre aprendiendo de lo que ocurre. Pero, oiga, lo que más me llama la atención es el interés que han puesto los torrecillanos en el Calvario. No me imaginaba yo que habría gente que se dedicaría a trabajar gratis, por amor al arte, en algo que yo creía que era un gusto mío que nadie compartiría cuando lo empecé. En esto han avanzado mucho. Oiga, y han dejado el Calvario que da gozo, una maravilla. Mucho más bonito de lo que yo hubiera imaginado.
- Pero esto es porque usted les dio ejemplo, cuando empezó a plantar acacias, olmos, cedros y cipreses, y ailantos, y las demás plantas del camino…
- Hombre, pero yo era un botánico, y es normal que me interesara por esos árboles “inútiles”, pero no me imaginaba que mis paisanos plantarían algún día árboles que no dieran ninguna clase de frutos, sólo por el gusto de verlos crecer… Otra cosa que me agrada sobremanera es…
- ¿El qué don José?
Le pregunté, porque vi que se sonrojaba y miraba hacia el suelo.
- Hombre, pues que me hayan dedicado una calle Alcañiz, y otra en Zaragoza, junto al Coso… Que me dediquen una en Torrecilla y otra en Valdealgorfa ya es demasiado, pero en las ciudades… eso sí que es una distinción inmerecida.
- No sea usted humilde, don José, que los paisanos bien orgullosos que estamos de usted…
- Y luego que hasta hayan creado en mi pueblo un recorrido botánico y le hayan llamado “Ruta Pardo”. No me esperaba tanto interés por las plantas en mi propio pueblo. Por cierto, que está bastante lograda… Y el colmo es que, después de lo que pasó, hasta me hayan dedicado una de las mejores calles del pueblo, y hayan puesto una placa en la casa donde nací.
- Oiga, ¿qué pasó para que se fuera usted de Torrecilla?
Error. No debía haberle hecho esa pregunta. Me di cuenta por la cara que puso, un tanto dolida. Me prometí que en adelante tendría más cuidado con las preguntas.
- Mire, mejor no hablemos de ello. Me pone triste, y es mejor recordar las cosas buenas que las malas.
- Como usted quiera. Hablemos de otras cosas. ¿Qué más cambios le han llamado la atención?
- Pues mire, padre, el otro día estaba yo comentando con don Juan Pío Membrado, de Belmonte, el que escribió “El Porvenir de mi pueblo”, ¿conoce usted el libro?
- Hombre, pues sí, he tenido el gusto de leer ese libro. ¿Y de qué hablaba con don Juan Pío?
- Pues precisamente de los cambios que ha habido en nuestra tierra en el último siglo. Fíjese que lo que él más deseaba es que estos pueblos tuvieran carretera, y que la gente pudiera vivir en unas condiciones higiénicas mejores, empezando por hacer desagües para las casas, y que todos pudieran recibir mejor educación. Y fíjese, no solamente tenemos una carretera hermosa, y desagües, sino que tenemos también agua corriente, y luz eléctrica, y teléfono, y coches… vamos, un progreso que ni Juan Pío ni yo nos hubiéramos imaginado ni borrachos. En un siglo han visto ustedes más cambios que nuestros antepasados en los veinte siglos anteriores, desde que llegaron los romanos a estas tierras. Y, si me apura, le diré que la mayoría de los cambios han venido en los últimos cincuenta años. Ustedes sí que han tenido suerte. Con lo que nos esforzamos algunos para hacer cambiar las cosas, sin lograr casi nada, y ustedes ahora recogen los frutos. ¿A dónde iremos a parar? Y luego están los cambios políticos. Algunos en mi tiempo intentamos lograr que los aragoneses tuvieran conciencia de su propio valor, en lugar de estar dependiendo para todo del centro… Y ahora tienen ustedes las autonomías, y la revalorización de lo regional y de lo local. Los aragoneses conocen mejor su tierra, y la valoran mucho más. Eso sí que ha sido un avance. Ojalá sigan ustedes en esa dirección, porque sólo desde su propio pueblo puede uno mejorar el mundo.
Algo que soñábamos entonces y que no se ha realizado son los regadíos del Mezquín. Es verdad que llueve menos, pero si se hubieran hecho inversiones a tiempo, y se hubieran adoptado otras soluciones creativas, las cosas podrían haber sido distintas. Pero, bueno, tampoco imaginábamos que se podría regar el Plano, y ya llega allí el agua.
- La gente vive mejor, ¿no le parece?
- Hombre, es verdad que la gente se hace más vieja, que hay menos enfermedades, que no pasan hambre, ni frío, como en mis tiempos… Y todo eso está muy bien. Pero en lo de vivir mejor, mejor… ya no estoy del todo seguro. Y aquí vienen las cosas que le decía que me parece que van menos bien.
- ¿Y cuáles son esas?
Le pregunté.
- Pues mire, le voy a hablar de algo que me preocupa. Usted sabe que yo recibí una formación cristiana de niño, en casa. Luego tuve la suerte de tener como maestros a los escolapios, a nuestro paisano el padre Miguel Sancho, en particular. Yo me formé en un ambiente cristiano, en unos tiempos en que los liberales atacaban a la Iglesia de muchas maneras. Pero en el pueblo había respeto a la religión. Había que ver nuestra iglesia. ¡Qué desgracia, lo que ocurrió durante la última guerra…! ¿Ha visto usted alguna foto de antes?
- Sí, una foto he visto.
- Era una iglesia hermosa, con su retablo barroco de madera, dorado… Y el altar de los Santos de la Capilla, qué le voy a decir. Y el órgano, uno de los más finos del Bajo Aragón. Había que ver la solemnidad de la liturgia en la iglesia en aquellos tiempos. Le hablo de hace siglo y medio. Y no sólo se palpaba la religión en la iglesia. Las calles eran como una extensión de la iglesia, con sus quince o veinte capilletas y los altares que se montaban en algunas fiestas especiales. E incluso el término municipal, con sus peirones. Sí, ya sé que los tiraron cuando la guerra. Pero en otros lugares de Aragón, como en la Ribagorza y la Litera de Huesca los están reconstruyendo. ¿Sabía usted que había 9 peirones en el término de Torrecilla?
- ¿Tantos?
- Sí. Uno en el camino de Alcañiz; dos en el de Castelserás; tres en el de Valjunquera, y otros tres en el de la Ermita. Menos mal que aún queda uno, aunque sin santo… Ahora que se habla de recuperar la memoria histórica no estaría mal restaurar lo que se derribó entonces… No cuesta tanto levantar un peirón: dos sacos de cemento, unas docenas de ladrillos si no se tienen las piedras, una imagen o una cerámica con el santo y dos días de trabajo… Sería cuestión de tener un poco de ánimo, como el que tuvieron los torrecillanos hace años para volver a poner las cruces del Calvario, o las marcas del vía crucis en el pueblo. O para restaurar la ermita, qué le voy a decir Fíjese que entonces hasta se marcaba en el término el lugar en que alguien había muerto, y detrás de la marca había una intención, y una oración. Fíjese también en los toques de las campanas, que organizaban temporalmente la jornada de la gente, y daban el sentido de las fiestas, de los tiempos sagrados. La vida y la muerte de la gente estaba enmarcada en un cuadro religioso muy preciso, con las cofradías, las fiestas, las novenas… Cuando uno nacía en Torrecilla (lo mismo que en cualquier otro pueblo de España) se veía ya enmarcado en un contexto religioso que le ayudaba a descubrir su lugar en el mundo, el sentido de la vida. Y esto no era todo. Había llegado el momento de ir más lejos en la educación cristiana de la gente torrecillana. Con el párroco mosén Alejo Lis y otras personas de orden quisimos impulsar la religión en nuestro pueblo. Por un lado (y en esto yo coincidía con Juan Pío Membrado y otras gentes de estos pueblos) había que mejorar el nivel material de vida de la gente; pero por otro lado (y aquí Juan Pío y yo no siempre pensábamos igual) había que mejorar también su nivel de vida espiritual. La religión es algo que coloca a los hombres a un nivel superior al de los animales, y por eso yo me esforcé siempre porque mis paisanos fueran cada vez más personas, más formados.
- Sí, ya sé que usted era el alma de los Despertadores…
- Pues mire, Dios me dio el don de tener buena voz y buen oído, y quise ponerlo a su servicio. No me perdí un día de salir con los Despertadores. Hiciera frío o calor, mientras tuve salud, allí estaba yo. Pero, ojo, que había otros que cantaban tan bien como yo o mejor, y le ponían muchas ganas…
- Además era usted un entusiasta del rezo del Rosario.
- No me dejaba un día sin rezarlo. Además cuando llegaba el mes de octubre, al anochecer lo rezábamos en las calles. Yo lo dirigía en el corro que se formaba en la calle San Roque; Joaquín Asensio (el tío Mosín) en la calle del Barranco; el tío Elías Beguer en la calle mayor, y Macario Sancho en la calle Baja. Mucha gente venía a rezar con nosotros. Una hora después de anochecer lo único que se oía en las calles era el rezo del Rosario. Claro, que entonces no se habían inventado aún esos aparatos que tienen ahora, la radio y la televisión.
- Y me consta que era usted un gran devoto de los Santos de la Capilla.
- ¿Y cómo no serlo? Fíjese, padre, que la Providencia nos había hecho a nosotros, los torrecillanos, un regalo especial hacía siglos. En ningún pueblo de Aragón tenían un altar de reliquias como el nuestro. No tiene usted ni idea de los milagros que han hecho nuestros santos. Es por demás. Ahora, que en esto mi santa esposa, Bruna Foz, me llevaba ventaja. Tuve la desgracia de que muriera joven, y no tuvimos hijos. En su testamento dejó mandas para que se renovara el Altar de los Santos. Esto lo hizo para darme gusto a mí, de paso, pero ella era muy devota y me animaba en todo lo que hacía yo. Por eso yo no quise ser menos, y en mi testamento dejé una cantidad para que se hiciera la capilla del Calvario.
- Hay varias cosas de usted que me maravillan, don José. En primer lugar, que pudiendo usted haber aceptado una cátedra de Botánica en la Universidad y haberse quedado a vivir en la capital, con todas las comodidades, prefirió venirse a vivir a un pueblo, donde no tenía ni las ventajas económicas o materiales, ni la buena compañía intelectual que hubiera tenido usted en la ciudad. En segundo lugar, que podía usted haberse conformado con vivir de la profesión, ganando sus buenos dineros y viviendo una vida tranquila, como tantos otros profesionales de entonces (y de ahora), y en lugar de ello tuvo usted la inquietud de seguir aprendiendo, investigando para promover medicinas nuevas (¿qué hubiera ocurrido si le hubieran aprobado lo del cultivo del opio en Torrecilla? Pero por lo visto las mafias farmacéuticas ya funcionaban hace siglo y medio), o nuestro té de roca, en lugar de importar el de la India; escribiendo libros que poca gente compraba y que le costaba a usted un dineral editarlos. En tercer lugar admiro su altruismo. A diferencia de otras personas de medios, usted nunca pensó en enriquecerse, sino que le preocupaba el bien de la gente pobre. No se aprovechó de ellos, y les vendía las medicinas a precio de coste. Incluso preparaba usted mismo medicinas con sus plantas, en lugar de hacer venir medicinas caras de fuera… Pero lo que más me admira, fíjese usted, es que siendo un científico con la cabeza bien amueblada, se tomara tan en serio las cosas de la religión. Yo, en el fondo, estoy con usted, por eso soy cura. Pero ni eso es lo corriente hoy día, ni lo era en sus tiempos.
- Y usted que lo diga, padre. Mire, durante todo el siglo XIX hubo una serie de ataques contra la Iglesia por parte del liberalismo de los que usted no se hace ni idea. Es cierto que había habido abusos por parte de la Iglesia, y que los obispos y los curas estaban acostumbrados a una serie de privilegios a los que les costaba renunciar. Pero de pronto parecía que había que borrar la religión de la faz de la tierra para que pudiera progresar la humanidad. Como le he dicho antes, yo había recibido una sólida formación cristiana. Mi paso por la universidad no debilitó mi fe. Al revés, la Botánica se convirtió para mí en una especie de lenguaje con el que leer las maravillas de la creación de Dios. Las plantas son el mejor regalo que Dios nos ha hecho a los hombres. Las plantas nos alimentan, nos curan, embellecen el mundo, hacen más agradable la vida… Estudiar una planta nueva era para mí como decir una oración. Por eso yo planté árboles, y flores… eran mi canto de alabanza a Dios. Por eso escribí libros de botánica: a falta de teología, que nunca estudié, era mi manera de predicar. Por eso me dediqué a la farmacia, porque era mi humilde manera de hacer llegar a los pobres la gracia que Dios nos da en sus plantas. Una manera personal, si me permite la comparación, de practicar la caridad. Porque Dios me amaba, yo amé a los hombres, e hice todo lo que supe y pude para ayudarles. Primero curándoles el cuerpo, y luego formándoles el espíritu.
- Todo esto es sorprendente. ¿Y cree que consiguió algo?
- Bueno, todo éxito es siempre relativo… En lo material curé a mucha gente, a otros no pude aliviarles. Y lo mismo en lo religioso. Había gente que participaba gustosa en el culto, en los rezos y procesiones… Otros se quedaban al margen. Pasa como con las rogativas. Con los párrocos organizamos muchas. Para conseguir la lluvia, para protegernos en las epidemias de cólera, para conseguir la paz en momentos de turbaciones políticas… A veces llovía y a veces no; las epidemias nos castigaron también (aunque menos que a los pueblos vecinos), y la intranquilidad política siguió durante mucho tiempo aún… pero lo importante era hacer comprender a la gente que estábamos en las manos de Dios, y creo que eso sí que lo entendieron. No dude usted que a finales del siglo XIX Torrecilla vivía una religiosidad bastante profunda, al menos si la comparamos con la de ahora.
- No, don José, no lo dudo. Le aseguro que yo todavía he vivido en mi niñez parte de lo que usted dice. Pero ya quedan cada vez menos signos de fe. Hoy parece que el progreso y la fe están reñidos…
- Y, sin embargo, no lo están. Mire, padre, yo vengo de un lugar en el que hay más claridad que aquí, y he podido comprender muchas cosas que antes apenas intuía. Para mí algunas cosas siguen igual de claras que cuando vivía… bueno, en mi cuerpo mortal. La primera, que la naturaleza es un don de Dios, y que amarla y respetarla es cumplir el primer mandamiento que Dios dio a la humanidad. La segunda, que la ciencia y la fe no están reñidas. Dios no es un estorbo para conocer mejor el mundo, y el mundo no es un estorbo para acercarnos más a Dios. La tercera es que estamos aquí para hacer bien a los demás. La cuarta, es que la mejor manera de ayudar a la gente es dándoles una buena formación en todos los sentidos, en la manera de vivir, en la manera de relacionarse unos con otros y con Dios… Pero he aprendido algo nuevo, y a usted puedo decírselo en confianza. Y es que la Iglesia ha de abrir los ojos para avanzar al ritmo del mundo. En mis tiempos usábamos las novenas, las rogativas, las misas solemnes… ustedes los curas verán qué medios han de usar ahora. De la misma manera que las recetas farmacéuticas han avanzado enormemente en siglo y medio, las recetas religiosas deberían avanzartambién. ¿O es que los curas de hoy estudian menos que los farmacéuticos?

Me preguntó con una sonrisa burlona. Y la verdad, no supe muy bien qué responderle. No le faltaba razón, pero ¿cuál será la fórmula para esas recetas religiosas? Me quedé pensando un rato… y entonces una brillante idea me vino a la mente. ¡Naturalmente! Puesto que don José venía de un lugar en el que hay mucha claridad, me dije que él debía saber la respuesta. Pero antes de que tuviera tiempo para hacerle la pregunta, se volvió hacia mí sonriendo y me dijo:
- Venga, Padre, no piense tanto. ¿Le apetece venir a dar una vuelta por Valdealgorfa? Ya es la hora de comer, y nos estarán esperando.
- Bueno, vamos.
Le dije, porque como viajar en sueños cuesta poco, valdría la pena probarlo. Y allí nos fuimos. Y, en efecto, después de presentarme a sus hermanas y cuñados nos sentamos a comer, una buena comida, de las de antes.
Después de la comida alguien propuso que nos hiciéramos una foto juntos en el huerto, para recordar el momento. Por allí vino también el cura, que no estaba muy seguro de que estaba bien hacer fotos a los muertos, y no sabía si posar o esconderse.
Y para terminar, llegaron unos amigos de la comarca para hacerle un pequeño homenaje, y allá nos tomamos otra foto. Se sentía a gusto entre tantos amigos, al ver que de algún modo la gente reconocía ya, aunque sólo fuera en parte, sus méritos.
Luego me dijo:
- ¿Qué? Nos volvemos por donde hemos venido?
- Bueno, vamos.
Le dije. Y otra vez estábamos en el Calvario, caminando. Entonces, enseñándome la misma flor que tenía al principio, me dijo:
- Le voy a dejar un recuerdo. Ojalá que lo mismo que la gente se acuerda un poco de mí cuando vienen al Calvario, se acordaran también de Dios cuando ven las cosas hermosas de la naturaleza: las plantas, los animales, los paisajes… Ojalá la gente que se acuerda de Dios se comprometiera para hacer un mundo mejor, y que los que se esfuerzan por hacer un mundo mejor se acordaran de vez en cuando de Dios…
- Y usted que lo diga, don José.

Y allí me encontré con la flor de recuerdo… Era realmente hermosa. Me volví hacia él para darle las gracias… y ya no lo pude ver. Había desaparecido. Donde él estaba hacía un momento sólo quedaba un fuerte resplandor. No sé si alguna vez terminará el proceso que comenzaron sus amigos de Valdealgorfa unos años después de su muerte para hacerlo santo, pero vi que él se había convertido en luz. Fui corriendo hacia la luz… y entonces me desperté. El sol entraba ya por mi ventana, y me di cuenta de que todo había sido un sueño…

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