Por José Luis Zubizarreta
(Artículo remitido por su autor)
Con la constitución anteayer del Parlamento y la elección de sus órganos de dirección da inicio la novena legislatura del reciente autogobierno vasco. Se simboliza así la centralidad que ocupa esta institución en un sistema democrático como el nuestro. No hace falta insistir en cuánto de formalismo tiene tal simbolización a causa de la preponderancia que ha adquirido el poder ejecutivo en casi todos los sistemas de este tipo que se dan en nuestro entorno. Pero, pese a todo, el mantenimiento, en sede parlamentaria, de la capacidad de legislación y control sigue haciendo del Parlamento el espacio en el que más visible se torna la voluntad popular.
Suele definirse el Parlamento como el lugar del consenso. Quizá fuera mejor decir de él que es el lugar en que el disenso se vuelve civilizado o en que “los puños y las pistolas”, como instrumentos de todo totalitarismo, se convierten en palabras y en votos. Anteayer, junto al consenso imprescindible para la constitución de la Cámara y la elección de sus órganos, se hizo también presente, y de manera intensa, el disenso que a tales actos ha acompañado. Tanto el partido llamado a presidir la Cámara como la persona concreta elegida para ejercer tal función han sido objeto, en esta ocasión, de especial polémica. No es la primera vez que esto ocurre, pues, ya en la legislatura pasada, el proceso de elección del presidente se vio rodeado de una controversia incluso más agria. Pero las circunstancias más políticas que personales que ahora han concurrido permiten un juicio más desapasionado de lo sucedido.
El Partido Popular, el tercero, por tanto, en número de escaños, ha accedido a la Presidencia del Parlamento vasco. El caso es, sin duda, excepcional en la historia de esta institución, que había reservado hasta ahora ese cargo al partido, si no más votado, sí poseedor del mayor número de asientos. El hecho se ha interpretado, naturalmente por parte de quienes se han visto despojados de lo que juzgan su “mejor derecho”, como la interrupción de una tradición que habría de tomarse por norma no escrita de comportamiento democrático. Se ha llegado a decir que “es una ruptura con la manera de ser de las vascas y vascos, con sus valores”. La cosa parece, pues, muy grave. O no. Porque siempre hay otro punto de vista. Mirémoslo ahora desde él.
Junto a la costumbre de otorgar la Presidencia al partido con más número de escaños existía otra tradición no menos atendible. Consiste en que la mayoría que desde el Parlamento da apoyo al Gobierno se asegura también, en la medida de sus posibilidades, el mayor número de miembros en la Mesa que gobierna la Cámara. Es quizá una señal más de la citada preponderancia del ejecutivo sobre el legislativo, pero así es como funcionan las cosas en los sistemas parlamentarios de nuestro entorno. Incluido el nuestro. Ocurre que estas dos tradiciones pudieron coexistir sin conflicto en nuestro Parlamento hasta la pasada legislatura. En la presente, sin embargo, una y otra se han hecho prácticamente incompatibles. Resultaba, en efecto, casi inevitable, por mor del procedimiento de elección de los miembros de la Mesa, que quien conquistara la Presidencia se hiciera también con la mayoría del órgano que gobierna la Cámara. Para evitarlo, habría sido necesario un pacto que, habida cuenta de las relaciones que en el momento presente se dan entre los partidos, resultaba muy difícil de alcanzar y casi imposible de asegurar en su cumplimiento. La mayoría parlamentaria ha optado, en consecuencia, por una de las dos tradiciones, dejando decaer la otra. No es, por tanto, que se haya quebrado con la “manera de ser de las vascas y los vascos” ni, mucho menos, con sus “valores”. Simplemente se ha impuesto el pragmatismo, al garantizarse la mayoría pro-gubernamental la estabilidad de la legislatura.
Otra cosa es, y bien distinta, lo que ha ocurrido en torno a la persona elegida para desempeñar la Presidencia del Parlamento. El hecho de que no sea bilingüe, y no el de sus libres convicciones personales, desentona en la Cámara de representación de un país cuyos ciudadanos esperan que sus máximos representantes se les dirijan, según los casos, en una u otra de las dos lenguas oficiales. No es cuestión aquí ni de tradición ni de obligación. Está, más bien, en juego la sensibilidad por las demandas y las expectativas fundadas de una gran parte de la sociedad, además, por supuesto, de la ejemplaridad y la funcionalidad.
El caso de la Presidencia del Parlamento resulta aún más chirriante al sumarse al de la lehendakaritza del Gobierno. Miles de razones pueden aducirse para explicar esta doble anomalía. Ninguna es, sin embargo, suficiente para eximir a los afectados de la responsabilidad ineludible que sobre ellos recae de hacerse con el dominio de las dos lenguas oficiales en el tiempo más corto posible. De momento, contamos con su compromiso.
José Luis Zubizarreta
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domingo, 5 de abril de 2009
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