Por Sebastián Puigrefagut
"El patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza"
(Samuel Johnson, escritor y pensador inglés del siglo XVIII)
Con el pasar del tiempo he notado que al cabo de dos o tres años en un país - y he vivido ya en unos cuantos - empiezo a criticarlo despiadadamente. Se me escapan comentarios, murmullo improperios y en general doy la tabarra a todos quienes me rodean. Me preocupó durante un tiempo, pues me daba la impresión de que algo negativo en mí disfrutaba encontrando defectos en todo lo que me rodeaba, estuviera donde estuviera.
Buscando entre mis papeles, encuentro cosas escritas por mí hace muchos años, criticando infinidad de aspectos de EE.UU., país en donde vivía entonces. Después, cuando viví en Suecia, artículos sobre aquel país que hubieran indignado a cualquier sueco que los hubiera leído. Más tarde, recuerdo mis incansables comentarios sobre España (porque el hecho de que haya nacido allí no suaviza en absoluto mis reacciones), comentarios que no refrenaba de forma alguna por el hecho de vivir en España y que probablemente hicieron que más de un español me tomara ojeriza. Y ahora que vivo en Inglaterra hago observaciones despectivas cuando veo cosas y actitudes británicas que no me gustan, algo que ocurre con sorprendente frecuencia.
De hecho ni siquiera me es necesario vivir en un país para que se me disparen las críticas: basta con conocer bien a ese país o, lo que viene a ser lo mismo, estar inmerso en un entorno de esa nacionalidad. Debido a haber estado casado con una francesa y haber vivido durante años en un ambiente francés, con amistades de ese país, Francia también ha sido uno de los blancos de mis comentarios.
Como decía antes, esto llegó a preocuparme. ¿Había algo en mí que disfrutaba con la negatividad?
Un día, pensando en ello, me puse a recordar mis desplazamientos: con siete años me fui - vamos, se fueron mis padres, y yo con ellos, naturalmente - a Argentina. En aquel país fui al colegio, adquirí un notable acento porteño, aprendí sin darme cuenta las letras de bastantes tangos y con la flexibilidad de los pocos años, acepté que aquel era el sitio era donde me tocaba vivir, asumiéndolo sin plantearme más preguntas. Pero más tarde, teniendo yo once años, nos fuimos a Brasil y me di cuenta de un extraño fenómeno. Argentina y Brasil tuvieron una guerra en el siglo XIX, para ver quien se quedaba con Uruguay. Yo había estudiado todo aquello en los colegios argentinos, pero al empezar a estudiar en Brasil me encontré con qué lo que me contaban sobre aquella guerra en Brasil era bien distinto: los malos se habían convertido en buenos y viceversa. Con once años de edad me dejó asombrado que una cosa tan seria como la historia variara dependiendo de quién la contara. ¡La historia la enseñaban los profesores, unos señores muy serios a quienes se debía un enorme respeto! ¿Era posible que dijeran las cosas de otra forma por haber nacido donde lo habían hecho? Pensándolo llegué a la conclusión de que no podía fiarme de lo que dijera la gente - incluidos los profesores - sobre su propio país, porque todo el mundo arrimaba el ascua a su sardina. Aquello fue la semilla de mis actitudes posteriores.
Con el tiempo y con múltiples estancias en distintos países fui refinando esta postura, en general sin ni siquiera darme cuenta de ello. Y poco a poco fui adquiriendo mi perspectiva actual: lo más importante no es ser europeo o americano, ni cristiano o musulmán. Lo que realmente marca es haber vivido siempre en un país, absorbiendo las ideas y actitudes del mismo sin ponerlas jamás en tela de juicio, en contraposición a haber vivido y trabajado en muchos países, desarrollando una especie de sana desconfianza con respecto a lo que cuenta la gente sobre su patria y - creo yo - una visión más clara de las cosas. A los primeros los llamo “nativos” y a los segundos “expatriados”, aunque también podría llamárselos “ciudadanos del mundo” o “apátridas”
Poco a poco he ido viendo que me resulta más comprensible y cercano un polaco expatriado - por poner un ejemplo - que un español nativo, a pesar de que no hablo una palabra de polaco, he nacido en España y todas mis raíces familiares están allí. Hay una especie de complicidad entre los expatriados, nacida de unas vivencias muy similares, que hace que se comprendan con facilidad entre ellos. Vivir en otro país, aprender otro idioma, sentirse ajeno al sistema, ver las cosas desde afuera, disfrutar de lo bueno y rechazar lo malo, poner cara de póquer cuando los nativos hablan de canciones, programas de televisión o acontecimientos que forman parte de su pasado común pero no del de uno, son el pan nuestro de cada día para los expatriados.
No tarda uno mucho, como expatriado, en hacer caso omiso de muchas de las cosas que dicen los nativos. En prácticamente todos los países del mundo los nativos están convencidos de que tienen las mujeres más bellas, la cultura más admirable, la historia más notable y los hombres más valientes. Amén de los melones más dulces, la cocina más refinada, la mejor verdura y las vacas - o cabras u ovejas o canguros - con mejor carne. Es una especie de repetitivo ora pro nobis que hace de telón acústico de fondo y que uno aprende a no oír, de la misma forma que, pasado un tiempo, quien vive en una ciudad deja de oír los coches, motos y autobuses que circulan por delante de su casa.
¿Y qué tiene que ver todo esto con mis críticas a los países en los que vivo? Pues que en realidad no reacciono en contra de esos países, sino en contra de las actitudes nativas, que son las mismas en todos lados. Porque, aunque parezca paradójico, no hay nada más parecido al nativo de un país que el nativo de otro, aunque la base de ese parecido sea la convicción que tienen ambos de haber tenido la suerte de nacer en el mejor país posible. No es que piense que los canadienses sean esto o lo otro, o que los españoles o los ingleses tengan tal o cual defecto. Reacciono contra el ambiente de “nativos”, contra las incansables palmaditas en la espalda que se dan los unos a los otros, diciéndose que son afortunados de haber nacido en Chicago, Montpellier o Zaragoza en lugar de haberlo hecho en algún horrible lugar extranjero. Termino hastiado del ambiente de autosatisfacción que cultivan los nativos, de su miopía y de sus estrechas miras, de su patrioterismo y de su forzado apego al terruño, de su rechazo a toda crítica y de su enfermiza susceptibilidad frente a la novedosa idea de que es posible que en algún otro sitio se hagan mejor algunas cosas.
Es quizás por eso que mis escritos y comentarios sobre los países en los que vivo tienden a ser negativos. Es una reacción contra la oleada de satisfacción atontolinada que crean los nativos, un intento de desinflar un poco el globo del chauvinismo. Está claro que hay muchas cosas maravillosas y admirables y geniales en los países en los que he vivido. Pero no suelo mencionarlas porque de ello ya se encargan los nativos de esos países, de forma abrumadora y hasta el hastío total. Y mi reacción es hacer un poco de contrapeso, decirles que sus ídolos tienen algo de barro en los pies y sus ideas no son necesariamente las mejores. Pero, mucho me temo, es una empresa condenada al fracaso de antemano y la única recompensa es ver la ira que provoca en los nativos, puesto que - siendo un optimista - me permito pensar que esa ira pudiera llevarlos, cuando se calmen, a intentar ampliar sus puntos de vista. La esperanza es lo último que se pierde...
Sebastián Puigrefagut
Londres
viernes, 19 de diciembre de 2008
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1 comentario:
Me ha gustado mucho el artículo de Sebastián Puigrefaut, me ha recordado las veces que he oido la palabra "foraster" en tono despectivo para recordarte que no eres genuino de la tierra.
Es curioso comprobar que existen afinidades entre los que nos sentimos foresters.
Lali.
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