domingo, 25 de octubre de 2009
Aniversario nostálgico
José Luis Zubizarreta
(Artículo remitido por su autor)
Puestos a echarle flores, no seré yo quien se las escatime. Y, aun cuando muy poco puede añadirse de original a lo que está diciéndose estos días en su loa, yo me atrevo a afirmar, aun a riesgo de pasarme, que el acuerdo estatutario ha sido lo mejor que le ha ocurrido a este país en toda su larga historia. Reto además a quien se escandalice por tan atrevida afirmación a que dé otra fecha u otro acontecimiento que supere en importancia y trascendencia el consenso que en este país se alcanzó en 1979 en torno al Estatuto de Gernika.
Pero, dicho esto, tampoco se trata de proferir alabanzas sin ton ni son. Y es que algunas de ellas llegan a desprender un tufillo tan apologético -y, al mismo tiempo, tan marcadamente ideológico- que, pese a su indudable exactitud formal, desvelan, más que ocultan, lo que de extravagante subyace en la idea que este país se ha formado de sí mismo, así como lo que de frágil y precario arrastra, precisamente por esa extravagancia, todo proyecto que, como el Estatuto de Gernika, se proponga arreglar la cuestión de su status político y de la convivencia entre sus ciudadanos.
Pongamos un ejemplo. A nadie se le ocurre decir, para recalcar su importancia, que los Estatutos, digamos, de Andalucía o de Extremadura han constituido a sus respectivas Comunidades, “por primera vez en su historia”, en entidades políticas diferenciadas. Por verdadera que sea la afirmación, no tiene sentido en ese contexto. Es una solemnidad que no viene al caso. En nuestro país, sin embargo, la afirmación se hace. Y el hecho de que haya quienes consideren necesario, no sólo hacerla, sino incluso subrayarla da ya a entender que al Estatuto se le ha cargado, de uno y de otro lado, con algo que está por encima, no sólo de sus intenciones originarias, sino incluso de sus posibilidades. Es quizá por culpa de actitudes de este tipo, tan teñidas de ideología, por lo que el consenso estatutario ha llegado al punto de descomposición en que hoy se encuentra.
La alabanza más bella y exacta que se ha hecho del Estatuto de Gernika es la que lo describe como “punto de encuentro”. Así lo hizo, por ejemplo, el Pacto de Ajuria-Enea, que es, sin duda, la ratificación más sincera y consciente que de aquél se haya hecho desde su aprobación. Ahora bien, la condición de “punto de encuentro” tiene una dimensión esencialmente pragmática. Delimita el espacio dentro del cual las diversas sensibilidades del país, sin negarse, han decidido respetarse y organizar su convivencia. En ese espacio, nadie impone nada a nadie, puesto que su esencia consiste precisamente en desterrar lo particular de cada uno para dar acogida a lo común de todos. Por eso, del Estatuto, vale tanto lo que dice como lo que calla, e incluso sus ambigüedades no son sino una invitación a que las partes amplíen, con el paso del tiempo, el espacio en el que en un principio se encontraron.
Ese espacio, sin embargo, en vez de ampliarse, se ha estrechado. En él caben hoy menos de los que se cupieron en origen. Responsabilizar de este estrechamiento al desacuerdo sobrevenido en torno al quantum de poder que contiene el Estatuto -el famoso debate sobre las transferencias- es una excusa llena de hipocresía. La razón de fondo se encuentra en que se ha querido obtener del Estatuto lo que éste ni quiso ni pudo dar. Para algunos, ser muro de contención de las aspiraciones nacionalistas; para otros, servir de trampolín para el definitivo desbordamiento de sus límites. Lo que había sido concebido como un instrumento pragmático y funcional que todos podrían manejar con igual comodidad para gestionar la convivencia entre diferentes se ha ido convirtiendo con el tiempo en el objeto de la más agria confrontación ideológica. En lugar de unir, el Estatuto separa hoy a constitucionalistas y nacionalistas. Y me niego a estropear esta conmemoración del acuerdo con un reparto de culpas que alguna de las dos partes consideraría indefectiblemente injusto. Que cada una analice y asuma las suyas.
La experiencia de estos treinta años ha demostrado que, fuera del Estatuto, no hay salvación para el país. El pasado decenio, en concreto, con sus sucesivos intentos fallidos de desbordar por la brava el espacio del acuerdo estatutario, ha sido la mejor prueba de ello. No, por supuesto, de que el Estatuto de Gernika sea irreformable, sino de que la fórmula estatutaria -entendida como la política de pactismo hacia adentro y hacia fuera- es la única que puede asegurar la convivencia ordenada y pacífica en una sociedad tan plural como la vasca en lo que se refiere a sus sentimientos de identidad y de pertenencia. Tópico, pero verdad.
Conmemórese, pues, con toda justicia, este trigésimo aniversario del Estatuto de Gernika. Pero hágase con nostalgia. Y no se eleve la fecha a la categoría de fiesta nacional entretanto no se logre que vuelva a evocarse en ella el consenso de ayer en vez del disenso de hoy. No merecería la pena. Porque no valió tanto el Estatuto cuanto el acuerdo que concitó.
José Luis Zubizarreta
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