sábado, 31 de octubre de 2009

A ritmo trotón


José Luis Zubizarreta

(Artículo remitido por su autor)


“¿Qué valoración le merece a usted la acción de este Gobierno?” es una de las preguntas más arriesgadas que puede hacérsele a un analista político en un país de adhesiones tan firmes y encontradas como el nuestro. El riesgo está en que quien contesta lo haga a impulsos de uno de esos dos sentimientos de entusiasta simpatía o de visceral animadversión que en el fútbol se confunden en el “forofismo”. No cabe término medio. Deshacerse en elogios o hincharse a vituperios son los dos extremos que al demandado se le ofrecen a elección. Con el agravante, además, de que, si en el fútbol está la clasificación para moderar la euforia o combatir la depresión, en la política apenas cabe esgrimir datos objetivos que sirvan para refrenar las emociones.
Ahí están, es verdad, los criterios cuantitativos, que pueden, al menos, ayudar a evaluar la acción de un gobierno. Cuántos proyectos de ley remitidos al Parlamento, cuántos decretos aprobados en Consejo de Gobierno, cuántos planes elaborados y ejecutados, cuántos... Sin embargo, sin dejar de reconocer el valor que tales criterios tienen a la hora de elaborar, por ejemplo, la memoria gubernamental, nunca he creído que influyan demasiado en lo que, a estos efectos, resulta determinante: la valoración que del gobierno se hace el ciudadano de la calle. Y ocurre que también en esta valoración hay algo de no cuantificable, que, aun sin caer en el “forofismo” futbolero, tampoco se sale totalmente del campo de los sentimientos y de las emociones. Llamémoslo, quizá, empatía. Pero, llámese como se llame, es por la presencia o la ausencia de ese vago sentimiento, más que por otras consideraciones, por lo que el ciudadano de a pie aprueba o suspende a su gobierno. Seguimos, pues, encerrados en los sentimientos. Sirva esto de advertencia para entender lo que ahora sigue y no darle más importancia que la que pueda tener una impresión plagada de subjetivismo.
Lo que más podría acercarnos a una valoración imparcial sería la comparación entre lo prometido y lo hecho. Ahora bien, si algo prometieron los partidos implicados en este Gobierno, fue el cambio político. No se dijo con precisión en qué consistiría, pero nadie dejó de intuir de qué iba la promesa. No hacía falta ser adivino tras la monotonía discursiva que se vivió en la década pasada. El cambio afectaría, por supuesto, al discurso. Y así ha sido en verdad. No se oye ya hoy lo que ayer no dejaba de oírse todo el día.
De otro lado, nadie podrá decir con un mínimo de fundamento que el cambio de discurso haya consistido en la sustitución de una ideología por su contraria. No ha habido frentismo. Tal y como se prometió, la sobredosis ideológica que venía suministrándose al país ha quedado simplemente suspendida. Tan súbita suspensión habrá causado a algunos un desagradable síndrome de abstinencia, pero a los más les ha supuesto un alivio.
Más allá del discurso, el cambio casi sólo se ha dejado notar con cierta claridad en el ámbito de la política antiterrorista. Aquí, discurso y acción han ido de la mano. Era lo esperado, cuando no lo deseado. El hartazgo había llegado a tal extremo entre la población que la firmeza resultaba ya más comprensible que la condescendencia. De otro lado, el cambio que se ha producido en esta materia ha ayudado a hacer más entendible y digerible el que haya podido producirse en otras, que, por lo demás, ha sido escaso y en extremo cuidadoso. La política lingüística apenas si ha sufrido leves y bien aceptados retoques, y en la informativa se ha oído más el ruido de la crítica que visto las nueces del cambio.
En lo demás, el Gobierno gobierna. Ni más ni menos, ni mejor ni peor, que otros que le han precedido. Abrumado, quizá, por la crisis económica y constreñido por la consiguiente falta de recursos, no ha dado aún con ese par de proyectos de alcance político o social que dan nombre a una legislatura. Además, acaso para subrayar la tranquilidad del cambio, ha adoptado un ritmo un tanto trotón, como esos equipos de fútbol que deambulan por el centro del campo, bien apañados y llenos de oficio, pero sin dar espectáculo ni saber exactamente a qué juegan. No llegan a aburrir, pero tampoco entusiasman.
Se ha creado así un aire de cierta provisionalidad. Como si los actores políticos, bien desde el lado del Gobierno, bien desde la oposición, no se encontraran del todo satisfechos con el papel que les ha tocado desempeñar y estuvieran a la espera de que suceda algo en el país que los obligue a repensar y a recomponer sus actuales posiciones. Qué vaya a ser ese algo resulta muy difícil de precisar, pero, sea lo que fuere, no podrá ser nada que los propios agentes políticos no hayan trabajado entre ellos de antemano. En cualquier caso, y como decía, no pasa todo esto de ser una mera impresión personal. Y, además, sólo han pasado seis meses.
José Luis Zubizarreta

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