domingo, 20 de diciembre de 2009

Una ley de mínimos

Jaime Armengol, director de 'El Periódico de Aragón'

Una ley de mínimos
El PP, tirando de catalanofobia, y el PAR, despechado con su socio, exageran con la ley de lenguas para dibujar un texto mesurado y cabal como una amenaza.

20/12/2009 JAIME Armengol
('El artículo del domingo' del director de 'El Periódico de Aragón´ está dedicado hoy, 20 de diciembre de 2009, a la Ley de lenguas de Aragón, aprobada el jueves pasado por las Cortes de Aragón. Artículo trasladado a 'Entre páginas' desde la edición de 'El Periódico')

Esta noticia pertenece a la edición en papel.

Las Cortes de Aragón, sin el consenso que merecía un proyecto de esta naturaleza, han aprobado tras anteriores intentos en vano la ley de lenguas que protege el uso del catalán y del aragonés en aquellas comarcas donde son utilizadas. El asunto no pasaría de simple ejercicio legislativo, tendente a normalizar una realidad histórica, de no ser por la escandalera que han organizado el PAR, despechado con su socio y atrapado por sus contradicciones, y el PP, que ha manipulado la realidad para agitar la atávica catalafonobia cada vez más latente en los asuntos políticos de la comunidad. Ambos partidos han orquestado una intensa campaña en contra de la ley basada en una lectura sesgada del texto y en la presentación histriónica de los hechos, que ha llevado a muchos aragoneses a creer que la norma pretende imponer el catalán cuando simplemente se trata de regular su uso allí donde es costumbre.

EN EL FONDO y en la forma, es una ley liviana, una ley de mínimos. Se hubiera entendido la polémica si la ley planteara la declaración de cooficialidad del aragonés y del catalán allí donde se practicaran, pero la habitual prudencia de Marcelino Iglesias, de una pulcritud extrema en este caso por su condición de catalanoparlante y por la utilización espuria que en ocasiones se ha realizado de esta particularidad, evitó el escollo. El documento, frente al mensaje de imposición que lanzan los populares, deja claro que el castellano es la lengua oficial de Aragón, y establece que el aragonés y el catalán son lenguas propias e históricas, con uso delimitado a determinadas zonas. Incluso una adenda introducida por los aragonesistas refleja que serán los ayuntamientos de estas comarcas los que propondrán, por acuerdo plenario, al consejo superior de lenguas la denominación lingüística que se practica en su municipio, "fundamentada en razones históricas, filológicas y sociolingüísticas". Sinceramente, ¿dónde está el problema?

Curiosamente, en el dictamen de política lingüística que aprobaron las Cortes en 1997, con Santiago Lanzuela de presidente, Vicente Bielza de consejero de Cultura y abrumadora mayoría PP-PAR en la Cámara parlamentaria, se llegó a plantear la cooficialidad del aragonés y del catalán en las zonas de uso habitual, al estilo de lo que hizo Navarra con el euskera. El dictamen, analizado por todas las fuerzas políticas en una ponencia especial dirigida por el entonces destacado militante del PAR Manuel Escolá, llegó a las siguientes conclusiones: "Aragón es una comunidad multilingüe, en la que junto al castellano, lengua mayoritaria, conviven otras lenguas, que son el catalán y el aragonés, con sus distintas modalidades. Estas lenguas son una riqueza cultural propia de la comunidad autónoma y forman parte de su patrimonio histórico, por ello han de ser especialmente protegidas por la Administración". Decía también el dictamen: "La ley emanada de las Cortes de Aragón deberá ser de igual aplicación para las dos lenguas aragonesas, partiendo de los siguientes principios: primero, la lengua catalana y la lengua aragonesa son lenguas propias de Aragón; segundo, la lengua catalana y la lengua aragonesa serán cooficiales junto a la lengua castellana en sus respectivos territorios y en los niveles que se determine; tercero, la cultura derivada de las respectivas lenguas será especialmente protegida".

Salió adelante el dictamen pese a una salvedad del PP que planteaba dudas sobre la normalización de estas lenguas minoritarias, con un voto particular que decía literalmente: "Instamos al Gobierno de Aragón a que presente ante estas Cortes un proyecto de ley en el que se reconozca la existencia, junto al castellano, del conjunto de hablas altoaragonesas y del catalán de Aragón como dos sistemas lingüísticos propios de la comunidad autónoma; un proyecto de ley en el que se delimiten las zonas de dominio y utilización predominante de éstos y en el que se establezcan las medidas necesarias para garantizar su protección, su enseñanza y su dignificación".

¿Entienden por qué sorprende, pese a todas las salvedades que quieran introducir ahora Luisa Fernanda Rudi y José Ángel Biel, entonces responsable del grupo parlamentario del PAR, el cambio de posición de populares y aragonesistas? No hay que confundir al personal. Acaso entonces José María Aznar hablara catalán en la intimidad --por rememorar el pacto del Majestic entre PP y CiU en 1996--. ¿Y qué? Utilizar la polémica de las lenguas como arma arrojadiza es falaz. Aun estando en contra de la dura política lingüística que practica la Generalitat de Cataluña, no se puede estimular un sentimiento anticatalanista de buena parte de Aragón frente a una realidad indiscutible y que hay que admitir: 70.000 aragoneses tienen una lengua materna --la que sea--, que no es el castellano.

Ante este nuevo ejemplo de radicalización, tan absurda como peligrosa, de la política aragonesa conviene recordar a quienes tergiversan esta ley que la realidad es aquello que permanece, aun cuando se deja de pensar en ello. Aunque alguno siga pensando que una mentira mil veces repetida pueda convertirse en verdad, la ley de lenguas dice lo que dice, es poco ambiciosa, nada frentista, mesurada, respetuosa con la mayoría castellanoparlante y, lo que es más importante, abre una luz de esperanza para proteger ese patrimonio común que son las lenguas, aun las minoritarias. Nadie debe amar a su lengua por ser más o menos grande, sino por ser suya. Y el catalán de Aragón y el aragonés, con todas las variantes, matices, y denominaciones que se les quiera añadir, también son nuestras. O al menos así deberíamos sentirlas

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