José Ramón Villanueva Herrero
(La Comarca, 24 febrero 2009)
(Artículo cedido por su autor para Entre páginas, muchas gracias)
Durante la campaña de las elecciones autonómicas vascas, aunque poco se habla de ello en los mítines, sigue latente la idea del actual Gobierno tripartito vasco (PNV, EA, EB) de consultar a la ciudadanía de Euskadi un proyecto político soberanista, el llamado “Plan Ibarretxe”, también conocido como “Nuevo Estatuto Político de Euskadi”: pese a su frustrado (y jurídicamente ilegal) referéndum que se fijó para el pasado 25 de octubre de 2008, este tema sigue condicionando la agenda política vasca.
Al margen del apasionamiento del debate y de la indudable importancia de las cuestiones que en esta cuestión se dilucidan, lo cierto es que, una vez más se plantea un tema de gran calado político cual es la forma de articular la relación entre Euskadi y el resto de España, una relación que debe responder a una pregunta crucial: saber si lo vasco y lo español, son conceptos “excluyentes”, tesis de Sabino Arana y los partidos nacionalistas (abertzales), o “complementarios” tal y como defiende el autonomismo constitucional y los ciudadanos que apostamos por un modelo federal para España. Recordando al gran estadista que fue Manuel Azaña refiriéndose a la cuestión del nacionalismo catalán en el seno de la II República, lo importante ahora es saber si con Euskadi, se “convive” de forma armoniosa o simplemente se “conllevan” ambos proyectos políticos (España y Euskadi), dando lugar por ello a permanentes conflictos entre dos realidades nacionales distintas y con frecuencia enfrentadas.
En este contexto, bueno sería hacer algunas reflexiones sobre esa secular relación (no siempre polémica) entre lo vasco y lo español. Recordemos que, Castilla primero, y España después, tuvieron un especial respeto por los fueros y demás señas de identidad vascas, lo cual garantizó la fidelidad de éstos a la empresa colectiva de la nación española. Cuando en el s. XIX se produjo el conflicto entre el tradicionalismo carlista, de tan fuerte arraigo en las tierras vasco-navarras, y el liberalismo isabelino, la España moderna se iba abriendo paso, con dificultades, hacia los aires de modernidad política, económica, social y cultural que soplaban en Europa. Pese a la derrota del carlismo insurrecto (y reaccionario), tan reivindicado en ocasiones por el nacionalismo vasco (que incluso dedica calles a Zumalacárregui), lo cierto es que se mantuvo la foralidad vasca por parte del liberalismo español. De hecho, tal y como señalaba mi admirado Mario Onaindía, triste y tempranamente fallecido en el año 2003, el victimismo y la tendenciosidad histórica del nacionalismo vasco gobernante ha ignorado de forma deliberada el que, entre 1839 y 1876, arco cronológico que abarca los finales de las dos contiendas civiles alentadas por el carlismo vasco-navarro, el fuerismo del País Vasco resultó compatible con el funcionamiento del Estado centralista isabelino, lo cual suponía un entendimiento razonable, una convivencia efectiva entre el pueblo vasco y la España liberal (vid.: Mario Onaindía, Guía para orientarse en el laberinto vasco, Madrid, Temas de Hoy, 2000). De este modo, los nacionalistas (abertzales), tanto moderados como radicales, olvidan deliberadamente el respeto del liberalismo español para con la foralidad y las señas de identidad vascas. Incluso, tras la Ley Derogatoria de los Fueros Vascos de 21 de julio de 1876, el conservador Cánovas quiso compensar al País Vasco con la concesión del privilegio que, todavía a fecha de hoy, suponen los Conciertos Económicos. Y todo ello porque, como señalaba Onaindía, “se comprende que el PNV haya ignorado sistemáticamente esta realidad, porque desde el primer momento han intentado presentar al nacionalismo vasco como la única ideología viable para los vascos, dada la imposibilidad de entendimiento con España, que era desmentida precisamente por esa experiencia histórica basada en el liberalismo”.
El engarce territorial de Euskadi con la España moderna fue intentado de nuevo durante la II República mediante la aprobación del Estatuto de Autonomía, lamentablemente malogrado por la Guerra Civil y la posterior dictadura franquista. La ruptura dramática entre lo vasco y lo español, alentada simultáneamente por el franquismo y el nacionalismo (ahí surgió ETA en 1959), parecía definitiva. Recuperadas las libertades democráticas, una vez más la España constitucional manifestó una innegable actitud conciliadora para con el nacionalismo vasco, a quien se quiso integrar en el nuevo tiempo que, tras la muerte del dictador se iniciaba. Ello hizo que se fuese especialmente generoso con el PNV: se aceptaron las peculiaridades vascas y se aprobó el Estatuto de Gernika (25 octubre 1979) que sirvió para, como señalaba Onandía, “desplegar su enorme capacidad de modernización de la sociedad vasca” y que, ahora, cuando va a cumplir 30 años de vigencia, el Plan Ibarretxe considera “superado”. Y sin embargo, el PNV, hay que decirlo, no actuó con la misma generosidad histórica que tuvieron otros partidos como el PCE (que aceptó incluso la monarquía para consolidar la incipiente democracia) puesto que los seguidores de Arana no votaron favorablemente la Constitución de 1978 y propiciaron la ruptura de la gestión eficaz del período de los gobiernos de coalición PNV-PSE (1986-1998) al abandonar el autonomismo del “espíritu de Arriaga” y emprender la llamada “vía Juan María Ollora” defensora de un “marco vasco de decisión”, del cual surgió el Pacto de Estella (12 septiembre 1998) sobre impulso de la vía soberanista y la territorialidad de Euskalherria.
Así las cosas, con el Plan Ibarretxe un tanto hibernado, pero latente, se vuelve a plantear de nuevo la cuestión del engarce político y territorial de Euskadi. Es innegable que el lastre dramático de la violencia etarra desvirtúa la posibilidad de una plena y libre voluntad de expresión de la ciudadanía vasca que, sin duda, es quien debe decidir su futuro, en el cual la celebración de un referéndum con todas las garantías legales y jurídicas no sería descartable en el momento oportuno. También es cierto, y nos lo recordaba Onaindía, que los partidos constitucionales deberían realizar una valoración crítica del proceso autonómico y asumir algunas medidas “imprescindibles” tales como la conversión efectiva del Senado en una Cámara de representación territorial y la cuestión del desarrollo de un modelo federal pleno para España, fomentando además los cauces de cooperación y colaboración entre los distintos territorios. Por mi parte, considero que habría que abrir también el debate sobre un tema cual es reconocimiento constitucional del derecho de autodeterminación: independientemente de que se ejerza o no y con todas las garantías democráticas exigibles, debería de contemplarse en todas las constituciones progresistas y, por ello, también en la Constitución Española.
Resulta innegable que hay que entender las diferencias entre lo vasco y lo español no como realidades excluyentes, sino complementarias: ambas son culturas completas, con elementos propios, lo cual genera tensiones y contradicciones. Ciertamente, un conflicto político, y este lo es, requiere soluciones políticas inteligentes y valientes. También generosas, como las que el liberalismo español supo ofrecer tras la victoria militar sobre el carlismo en 1839 (Acuerdos de Vergara) y en 1876 (Conciertos económicos). Tal vez, en un futuro próximo, el eterno dilema planteado por Azaña entre convivir o conllevarse, la cuestión de la relación armoniosa (“amable”, diría Ibarretxe) entre Euskadi y el resto de España, encuentre su estabilidad en la libre y voluntaria adhesión vasca a una España federal, a una futura Federación de Naciones Ibéricas, tal y como defendía hace ya muchos años el dirigente socialista eibarrense Toribio Etxebarría o el “pacto entre diferentes” al que alude con frecuencia Patxi López. Porque el modelo territorial federal para España, como decía en republicano turolense Víctor Pruneda, debería ser “el suave lazo que a todos une y a ninguno ata”. Tal vez esté ahí la solución.
jueves, 26 de febrero de 2009
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